Los recientes casos 'Penta' y 'Caval', han caído con el peso de una bomba atómica sobre el país. Y el daño es tan generalizado, como incalculable al golpear a referentes o personeros políticos de amplio espectro. Por esto, y por antecedentes previos, no es de extrañar que los niveles de credibilidad del mundo político y la confianza en las instituciones esté en niveles mínimos, del todo preocupantes.

Lo fácil en este tipo de casos es caer en las caricaturas y simplificaciones, del tipo: "Los políticos son corruptos", o "los empresarios no tienen ética".

Las generalizaciones son siempre nocivas y habitualmente erradas. No pueden construirse ideas sobre situaciones específicas; y eso debe tenerse presente al momento de cualquier análisis, o incluso conversaciones cotidianas.

La clase política, en su gran mayoría, es de buen nivel, proba, con un genuino interés en lo público, por tanto, situaciones precisas, no por ello censurables o preocupantes, pueden convertirse en una presunta norma.

Ciertamente el asunto es grave. Los niveles de respaldo de nuestras autoridades son magros y probablemente reveladores de una molestia tan profunda, como enquistada en una sociedad cada vez más compleja.

Situaciones delicadas como el vínculo entre el poder y el dinero, o los beneficios que algunos tienen para obtener utilidades sólo ahondan la presión sobre una clase dirigente que parece no entender la profunda desafección que manifiesta la ciudadanía.

Los casos 'Caval' y 'Penta', lo hacen todo más pantanoso, aun cuando parecen ser parte de prácticas comunes a lo largo de nuestra breve historia.

Para construir el futuro debe tenerse muy presente que la legitimidad es clave. La autoridad está vestida de honorabilidad, pero ello debe hacerse carne en lo real. Cuando eso no sucede, la legitimidad retrocede, el terreno cambia y entonces pasa a ser material fecundo para los populismos, el deterioro del debate y la pérdida de democracia.

Y este asunto es válido para el diálogo nacional, como el local.

El aciago hecho, ocurrido el pasado 26 de febrero y que privó a la ciudadanía de un nuevo espacio histórico, permite sacar varias conclusiones, dentro de las que se cuentan, el poco interés general que tiene una región con su patrimonio, en especial si nos autodenominamos como una ciudadanía empoderada con su territorio y sus costumbres.

Nuestra Universidad, a través del Instituto del Patrimonio, como también de académicos tan destacados como Sergio González Miranda y Bernardo Guerrero Jiménez, a través de datos, cifras e investigación, han intentado, en vano y anticipadamente, generar planes de acción, que permitieran remediar estos desastres.

A través de proyectos presentados a autoridades, conferencias de prensa, columnas de opinión, hemos expuesto una visión técnica y regional, que creemos no ha sido acogida, al considerarse el patrimonio como un objetivo secundario.

Creo que como actores regionales hemos abusado de un discurso anticentralista (antisantiaguino para ser más preciso) que muchas veces nos genera un sentido de dejo por acciones, que a través de la organización y creencias por nuestras instituciones locales podríamos resolver, evitando hechos tan lamentables, como el incendio de la ex Aduana.

Actos como estos, debieran llevarnos a reflexionar, permitiendo aunar la voz técnica de quienes habitamos en este histórico territorio, generando acciones y programas, para así resolver nosotros mismos los problemas que aquejan a la ciudadanía y no caer en la paradoja de criticar el centralismo, pero a la vez esperar que desde allá solucionen nuestros problemas.

Nuestra Universidad, a través del estudio de la historia, del patrimonio y la arquitectura regional, cuenta con la disposición permanente de aportar a las demandas, enfatizando sus respuestas a través de la experiencia regional que otorga nuestras casi cinco décadas de existencia.