De salitreras y otras historias: el negocio de la "Mariquita"
El almacén que los hermanos Rodríguez Merubia tienen en Huara se conserva inalterable desde hace 77 años, pero conserva los recuerdos de una época de bonanza económica y con su posterior decadencia.
En el almacén, los aromas se confunden entre el maíz, el alpiste y la alfalfa. Todo parece detenido en el tiempo. Un polvillo fino cubre los productos que ofrece la chusca, como le dicen en Huara, 73 km al noreste de Iquique.
Detrás de un mesón y delante de unas estanterías, Manuela Rodríguez Merubia (86), la mayor de cinco hermanos, atiende el negocio familiar levantado en 1938 al alero de las salitreras que rodeaban el pueblo.
En estos días no entra mucha gente. Pero la "Mariquita", como la conocen, cuenta que en su época de esplendor no cabía un alma en el lugar.
Manuela nació en 1929. Seis años después llegó junto a su familia a la salitrera Santa Rosa, justo al frente del pueblo en el que lleva 80 años. Lo hicieron cuando se celebraba el carnaval de verano.
-Mi mamá venía con una hermana chica mía, muriéndose... Se murió no más, la gente estaba en fiesta y mi mamita con su hija muerta.
Lo cuenta emocionada, pero sin quebrarse. Es una mujer fuerte, que debió hacerse cargo de su familia cuando, con solo 13 años, su madre murió.
Antes de eso, vio cómo su familia comenzó a surgir. Su padre ganaba $1 y su madre vendía harina que molía en una piedra. Se salvaron de la segunda oleada de muertes del tifus exantemático, que trajeron los piojos, y que entre 1932 y 1939 se llevó 48.981 almas.
-Salían de 7 a 8 muertos diarios, así que algunos vecinos que fumigaron su casa nos convidaron una pieza, hasta que logramos instalarnos.
Interrumpe un cliente, quien viene por algunas verduras para el almuerzo, las que pesa en una romana, mientras sigue desempolvando el pasado. "Nosotros tres somos solterones", dice respecto a su hermano Adrián (75), con quien atiende el negocio, y su hermana Leonidas (82), profesora jubilada.
En el local, unos tambores guardan los granos . Las paredes de adobe, que desnudan su origen de fines del siglo XIX, coexisten con un muro levantado tras el terremoto de 2005, que se llevó muchas construcciones similares en Huara.
-Este local fue primero una casa de cambio; aún quedan dos ventanillas de las cajas.
Señala con el índice, mientras explica que luego el lugar se transformó en un hotel que una familia peruana abandonó al retornar a su país. Sus padres, Seferino Rodríguez y Manuela Merubia, de origen boliviano, también dejarían el local.
Terminada la Guerra del Pacífico, en medio de las Ligas Patrióticas que acosaron a familias peruanas y bolivianas que se quedaron en el norte, decidieron irse a Bolivia. Pero constantes hostigamientos de su propia familia y de autoridades que supieron que eran chilenos cuando bautizaron el local como Armando Cortínez -en honor al héroe de la aviación chilena que cruzó la cordillera-, los obligaron a regresar.
-Los desconocieron, les decían los 'rotos chilenos', como iban vestidos, como hablaban... cualquier cosa que pasaba los culpaban, así que un día volvieron a Chile. Dejaron la luz encendida y los platos servidos y tomaron el ferrocarril La Paz- Antofagasta".
Auge y caída
En 1938 abrió sus puertas El Marinero, que gracias al apogeo del salitre se repletaba de obreros que no se conformaban con el rancho del trabajo.
-En principio era algo modesto, no había sillas, sino bancas; no había luz eléctrica, sino que mi padre encendía chonchones de parafina. Les dábamos papas cocidas, una presa de pescado, cebolla con tomate y un cuartillo de vino por $1.
Un gato camina por las estanterías, como saboreando los platos que recuerda Manuela.
Cuando murió su madre, su hermano Adrián contaba solo dos años, y Manuela se hizo cargo del negocio, al que ya le iba bien: los clientes sobraban y su padre ganaba $20 el jornal.
Pero en los años 50, el segundo apogeo del salitre terminaba, la mayoría de las oficinas comenzaron a cerrar e incluso en Santa Laura y Humberstone, las más modernas, los hombres se despedían del desierto.
-Se iban cantando "Pampa mía", a bordo del tren Longino.
La historia cambiaba, ya no había obreros, la gente se fue a Iquique y el negocio ya no rendía. Algunos se reconvirtieron a la agricultura. Ellos se volvieron comerciantes. "Tuvimos que comenzar a vender en crudo, la comida para los animales, la carne...", comenta.
Hoy, dice que le gusta vivir ahí. Que quiere morir ahí. Que el negocio les da para vivir, que no pide más, "solo seguridad, pero parece que eso ahora a nadie le importa", concluye, mientras el gato se aleja.
"Tuvimos que comenzar a vender en crudo, la comida para los animales, la carne..."