Cuando debí dirigirme por última vez al aeropuerto de Cavancha, a fines de febrero de 1967, para abordar el avión Lan DC 6 B a la capital, la mayoría de mis amistades me acompañaron en la despedida y mientras avanzaba por la loza en dirección a la aeronave, me cantaron suave y melodiosamente el himno de Iquique, de la forma que lo hacíamos alrededor de las fogatas en las playas costaneras, lo que me confirmó los buenos camaradas y amigas que dejaba y por ello es que se me apretó la garganta de pura emoción y enternecimiento.
Subí resignadamente las escalinatas del avión con mis ojos humedecidos de lágrimas por tener que separarme de ese puñado de amigos y del salitroso terruño y me di cuenta también el agrado de haber disfrutado con ellos mis años mozos de entonces. De nuevo, arriba de la escalerilla y antes de ingresar a cabina, giré mi cuerpo e hice la señal de despedida y, como repitiéndoseme otros adioses, escuché cantar con más intensidad a las cuculíes posadas en las ramas de las buganvilias; me imaginé a los albatros de Cavancha volando sobre las azuladas olas rozando la rompiente; el olor de harina de pescado me pareció al fin un soportable perfume propio de la zona; en la pampa los tamarugos, molles, aromos y espinos seguramente tenían sus escasas hojas más verdes y brillantes que nunca; en los patios de mi Regimiento de Telecomunicaciones desfilaban marciales los soldados; el cerro El Dragón se vestía de color café luminoso con llamativos flecos ondulados; desde los estanques de agua me pareció ver elevarse numerosas palomas como destellos de fiestas andinas al son de las notas de una alegre estudiantina y el aire también me trajo el sabor de la madera de pino oregón que guarnecían las casas del salitre y sentí muchos deseos de servirme un pisco sour helado con limón de pica para pasar el triste instante de la despedida. Así es que con los ojos empañados, la respiración entrecortada y el alma en vilo ingresé a la aeronave y me senté resignadamente mirando por la ventanilla hacia el mar que se vestía de azul prusia para mi adiós, según me pareció en mi estado de melancolía.
Y cuando al final el avión cuatrimotor despegó y se encaramó ruidosamente en los cielos azulados de esa tierra de campeones para encaminar su travesía hacia el sur, entendí que llevaba del viejo Iquique -de esa ciudad plana, chata y apegada porfiadamente a la lengua de tierra donde se asienta- los más gratos recuerdos de la ciudad, de mis amigos, de sus ciudadanos y de aquellos nostálgicos días disfrutados, evocaciones que pasaron a formar parte de mis mejores recuerdos y añoranzas de juventud.
Gustavo Collao Mira
Abogado