Justicia e imparcialidad
La ciudadanía ha ido tomando conciencia, con cada vez más fuerza, de los derechos que le asisten tanto en el ámbito económico como social. La gente sabe que tiene derechos y está dispuesta a exigirlos.
En ese contexto, el Poder Judicial ha pasado de ser un mero árbitro de contiendas entre particulares, para convertirse en un verdadero promotor y protector de los derechos de las personas. Los jueces han asumido con entusiasmo el rol que el sistema democrático les ha asignado, cuál es proteger el ejercicio efectivo de los derechos del ciudadano.
No obstante, esa función debe ejercerse respetando, especialmente, una exigencia que le es connatural al juez: su imparcialidad. Si se transgrede esa exigencia primaria, el fallo judicial se torna injusto y, consecuencialmente, pierde su legitimidad. Cuando la ciudadanía exige que se sancionen los actos de corrupción, o que se castigue el abuso de poder, necesita que la decisión del juez goce de una incuestionable legitimidad, porque aquella no sólo resuelve el caso, sino que establece cuál es la verdad de los hechos y cómo se cometió el ilícito sancionado. Si aquella decisión no se adoptó con absoluta imparcialidad, se habrá resuelto el caso, pero no se habrá hecho justicia.
Es un buen signo para nuestra democracia que la acción de la justicia llegue no sólo a los sectores marginales, sino que también ejerza su rol cuando se trate de personas con alto poder económico. Pero la fuerza de la decisión del juez no viene dada por favorecer al más débil, sino por decidir con honesta imparcialidad, sin consideración a las influencias que pueda tener el más poderoso. Una máxima que nada tiene de nuevo si recordamos los sabios consejos que don Quijote daba a Sancho para el recto gobernar de su "ínsula Barataria": "Hallen en ti más compasión las lágrimas del pobre, pero no más justicia que las informaciones del rico. Procura descubrir la verdad por entre las promesas y dádivas del rico como por entre los sollozos e importunidades del pobre".