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Cazadas a medio camino

Para mulas y tragones ser capturados antes de cruzar la frontera puede transformarse en una pesadilla, peor que estar en prisión en Chile. En Bolivia las condiciones carcelarias son más precarias y los tiempos de condena efectiva mucho más largos. El Gobierno de Bolivia reconoce la "feminización" del narco como consecuencia de la pobreza.
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Nelfi Fernández Reyes

A Judith sabe que sus días están contados. A la muerte no le llama por su nombre, prefiere compararla con un gran viaje que la traslade a un lugar donde sus hermanos sí tengan pan para llevarse a la boca, donde su madre no sea una alcohólica y donde, en vez de trabajar cosechando y empacando bananas en el Chapare, pueda estudiar abogacía. Un lugar donde a su cuerpo no se lo devoren unas células cancerosas, esas que aliadas a su pobreza la obligaron a fajarse un kilo de droga a la espalda y luego, una madrugada de abril de 2018 cuando el viento bajaba a tropel por las montañas de Challacollo y el frío le atenazaba hasta las vísceras, le quitaron su libertad.

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-En primer lugar mi nombre es Judith, tengo 27 años. Nosotros somos siete hermanos, yo nací cuando mi mamá era soltera. Ellos son mis hermanastros, su padre murió cuando yo tenía 19 años. Luego, a mis 24, me detectaron el cáncer...

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Judith no sabe que antes, durante y después de que respondiera ese primer mensaje de texto, al otro lado del teléfono celular había una periodista que temía que mandara la entrevista al diablo. No sabe tampoco que antes de que se ejecutara el 'plan C' para contactarla, porque el 'A' y el 'B' fallaron, había averiguado gran parte de su vida. Por ejemplo, dónde nació, dónde estudió, quién era su madre, cuándo le diagnosticaron el cáncer, cuándo le extirparon los senos, dónde y con quiénes estaba cuando adosó los 1.050 gramos de cocaína a su columna vertebral, ahí mismo dónde el cáncer también había hecho metástasis.

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-Me decía el juez que en la audiencia pudo percatarse de los dolores intensos que usted sufría.

- Si, dolores de hueso. No dormía bien, tal vez el frío. Ahí adentro es terrible.

"Ahí adentro" es la cárcel de San Pedro de Oruro, un armatoste de dos pisos cuyo reemplazo se empezó a construir hace una década, pero su inauguración aún se hace esperar. Hasta agosto de 2018 albergaba a 896 presos cuando su capacidad es para 250.

Como ella, la mayoría fue cazada a medio camino cuando intentaban con todos sus miedos, enfermedades suyas o ajenas, necesidades económicas apremiantes y cargos de conciencia a cuestas, perforar la frontera e ingresar con droga a Chile.

Ellas, los eslabones débiles de la cadena perversa del narcotráfico, están purgando condenas mientras los 'peces gordos' siguen operando a sus anchas y utilizando a más mujeres como correos humanos. Solo para tener una idea, el año pasado en Chile 365 bolivianas, según datos analizados del Poder Judicial de Chile, fueron apresadas por traficar droga. Todas ellas, excepto dos, no tenían antecedentes penales y habían salido de Bolivia con los ovoides en sus estómagos o con la droga fajada en sus espaldas, piernas, glúteos, senos o embutida en sus tacones o en conservas de alimentos y botellas de bebidas, además de otros métodos ingeniosos de camuflaje que cada día ponen a prueba el trabajo de detección de los agentes antinarcóticos de Chile y Bolivia.

Si Judith no hubiera 'caído' en Challacollo, al inicio de la ruta que conecta a Oruro con Chile, podría haber pasado a engrosar las estadísticas chilenas, pero si simplemente hubiera llevado 'el paquete' a su destino, Iquique, con los mil dólares que le iban a pagar habría podido comprar dos dosis y media de Zoladex, el medicamento que le ayuda a amortiguar el avance del cáncer.

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- ¿Es cierto que el hacinamiento es tal que deben dormir hasta de a tres por cama o en el piso, en colchones de paja?

-Sí, yo pienso que la prensa debería entrar ahí adentro más seguido. Hay muchas mujeres que sufren.

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Una de esas mujeres que sufre es Laura, a la que Judith conoció en 'aquel viaje' que terminó en la cárcel de San Pedro.

Cuando cayó la noche del domingo 8 de octubre, después de liarse con cinta masquin cada una un paquete de cocaína, en la terminal de Sacaba, Cochabamba, se montaron a un bus que las condujo a la ciudad de Oruro. Así mataron los 215 kilómetros de distancia que hay entre el corazón geográfico de Bolivia y uno de los tres departamentos con los que este país comparte 850 kilómetros de frontera con Chile.

Judith y Laura no cumplieron su objetivo de atravesar este punto fronterizo, apenas habían comenzado a trepar la cadena de montañas del altiplano andino hacia Pisiga, el último pueblo boliviano en cuyos límites con Colchane comienza Chile, cuando una patrulla de la Fuerza Especial de Lucha Contra el Narcotráfico detuvo al 'rapidito' en el que iban.

En Challacollo, tierra de los antiguos Urus, las indómitas montañas son las únicas que se yerguen imponentes ante las temperaturas bajo cero y los 3.700 m.s.n.m. Justo ahí, cuando la primera corriente de aire le golpeó el rostro al descender del vehículo de transporte público, a las 3:20 de la madrugada, Laura supo que todo estaba perdido. Se arrepintió de no haber hecho caso a sus 'corazonadas', a la lógica y a la súplica de su hija mayor, de 13 años, la única que sabía del viaje aquel.

"¿Un paquete en mi espalda? Cualquiera que lo toque sabría que ahí había algo raro. Ese no es el mejor lugar para esconder 'eso'", reflexiona ahora en la cárcel de San Pedro. Nadie le quita la idea de la cabeza de que alguien 'las vendió', es decir, que fueron utilizadas como 'carne de cañón' para distraer a la patrulla antinarcóticos.

Sus dudas se las transmitió a Judith mientras ésta le acomodaba el 'ladrillo' en la espalda. Nunca se habían visto antes. Solo harían ese viaje y después cada quien jalaría para su lado. Una pensaba en sus medicamentos y la otra, en los tres meses de alquiler sin pagar, en las 15 papas que quedaban en la cesta, en los uniformes de colegio para sus hijos, en la operación de su ojo y en que los mil dólares que le pagarían en Iquique solo sería capaz de reunirlos trabajando medio año vaciando cementos en construcciones de Cochabamba.

- ¿Qué tiene ahí?

Es la sargento Susana Mamani que ya está revisando a Laura. Judith sigue en el minibús.

-Tengo problemas en la columna por eso me he fajado.

La sargento sabe que la mujer miente, lleva años perfilando a mulas del narco y sabe que en esa espalda el problema no es con la columna. En ese frío gélido le ordena que se quite los abrigos y la faja. Laura empieza a tiritar. Acaba de asimilar que, con esos 1.200 gramos de cocaína, que hasta entonces no sabía que estaban repartidos en 95 ovoides, comenzaba un nuevo calvario lejos de su razón de vivir: sus hijos. Ahora -ya lleva medio año encerrada en San Pedro- cree que el obedecer a Judith aquella madrugada le provocó graves repercusiones a su nueva situación jurídica.

-Me dijo que me calle, que no delate a los que nos dieron 'eso', que estando ellos libres tal vez nos podrían ayudar. Eso nunca sucedió. Yo tenía miedo por mis hijos, que algo les puedan hacer. Ahora tengo una condena de diez años y ella, libre. Si hubiera colaborado, mi condena bajaba a ocho y calificaría al indulto.

Sobre los 'peces gordos' que la captaron, Laura no ha soltado hasta ahora una media palabra a las autoridades. Cuando, en agosto, les tocó su audiencia de sentencia habían acordado con Judith confesar la verdad.

-Me quedé fría. Al inicio de la audiencia me entero de que ella se sometía a un proceso abreviado y que así conseguiría el indulto por su enfermedad. Lo único que pensé fue en mis hijos, en que si yo hablaba algo les pueda pasar. A mí, no importa lo que me hagan, ya viví muchos años de violencia con el padre de mis hijos, el mismo que me cortó la cara.

Laura, que ahora lamenta el haberse embarcado en aquel viaje maldito, mientras teje, lava pisos y hace empanadas en la cárcel -porque de alguna forma hay que hacer dinero para vivir ahí adentro- se latiga con la ausencia de sus hijos. Las dos mayores, de 13 y 9 años, tuvieron que irse a vivir con el padre violento, y el menor de 5 años, hijo de su segunda pareja, está alejado de sus hermanas.

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- ¿Usted tiene contacto con ella (Laura)?

- ¡No! Ella se quedó allá. Yo me vine a Cochabamba.

- ¿Volvió a su tratamiento?

-Solo fui a hacerme ver, tratamiento ya no hay… es cáncer terminal...

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La imagen que proyecta Judith en las redes sociales no es de queja ni de disculpa, obviamente, tampoco de enferma o de exprisionera. Viendo sus publicaciones sus más de 500 seguidores en Facebook nunca sospecharán que la exvocalista de un grupo de cholitas del Chapare tuvo que dejar uno de sus sueños, el canto, porque las quimioterapias le quitaron el pelo y el sofocante calor de esa región tropical no le ayudaba a sobrellevar su enfermedad.

Judith antes de ir a Argentina a someterse al régimen esclavizante de la costura, trabajó en el Chapare cosechando y empacando bananas. Su madre y padrastro se habían dedicado al alcohol y detrás de ella había seis hermanos que atender. No le quedó más que abandonar la escuela y ponerse a trabajar. Cuando volvió de Argentina con algo de ahorros uno de sus senos empezó a enrojecer y a provocarle dolor. El diagnóstico médico puso su mundo al revés: tenía cáncer de mama. Desde hace tres años ha ido de tumbo en tumbo, perdió los dos senos, el cáncer hizo metástasis en sus pulmones y en la columna, la tuberculosis que sufrió en su adolescencia también le cobró factura y cada vez le era más difícil costear los gastos.

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Tanto Judith como Laura calzan a la perfección en el perfil que buscan las organizaciones criminales dedicadas a traficar droga a otros países, como es el caso de Chile. Sus necesidades económicas eran apremiantes, sufrían disgregación familiar, no recibían apoyo económico ni sentimental de su familia o pareja y debían darle seguridad a sus hijos o hermanos.

Son las mulas del narcotráfico que las situaciones extremas que viven las llevan a pasar droga, pero casi nunca lo pueden probar y en Bolivia el que lleven un kilo de cocaína es lo mismo que 100. Son catalogadas y penalizadas como si fueran un 'Chapo Guzmán'.

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Si un preso de por sí se la pasa mal en las cárceles de Bolivia, para un enfermo y privado de libertad, sin las condiciones mínimas para aliviar su mal, es un verdadero viacrucis.

El calvario que vivía Judith, que a lo único que tenía acceso era al oxígeno, hizo que la directora de Régimen Penitenciario, Ericka Araoz, se movilizara junto a la Defensoría del Pueblo de Oruro, para gestionar el indulto humanitario.

Lo primero que hizo cuando dejó atrás los muros de la fría prisión fue cantar en el primer karaoke que encontró a su paso. Cantó a viva voz "Basta ya", de Olga Tañón, y se filmó. Ese es el video que comparte en la última conversación que tuvo con la periodista antes de la publicación de esta investigación.

-Yo vivo muy bien, alegre, tengo fe, mis tristezas no durarán mucho tiempo. Así se da ánimos mientras busca trabajo. A su vez, Laura espera que la trasladen a la cárcel de Cochabamba, donde por lo menos podrá recibir la visita de sus hijos.

"... la prensa debería ingresar ahí más seguido."

Judith, "mula" del narco."