MIRADA CONSTITUCIONAL
Voto obligatorio
La Cámara de diputados acaba de aprobar el voto obligatorio. De prosperar en el Senado ese proyecto, quien no sufrague se verá expuesto a medidas coercitivas.
¿Es correcta una decisión como esa?
Suele decirse que el voto obligatorio es un recorte, una poda de la libertad, una medida que estrecha el ámbito de acción allí donde debe imperar nada más que la voluntad individual. Si una democracia, suele argüirse, homenajea la libertad, entonces parece obvio que imponer el deber de votar la contraría.
Ese argumento depende, como es obvio, de como usted defina la libertad. Si por libertad se entiende simplemente la ausencia de coacción o la no interferencia con la propia voluntad, entonces parece obvio que el voto obligatorio la recorta y la empequeñece. Pero si usted entiende por libertad no solo la ausencia de coacción, sino también la posibilidad de tener el control de aquello que afecta su vida entonces ya no es tan claro que el voto obligatorio la recorte o la achique. Isaiah Berlin dictó en los años cincuenta una famosa conferencia a la que tituló Dos conceptos de libertad. Allí llamó libertad negativa a la ausencia de coacción y libertad positiva a la posibilidad de tener el control sobre la propia vida. Pues bien. Si usted entiende por libertad a la libertad negativa, entonces el voto la cercena, siquiera en parte y usted es menos libre en ese sentido con voto obligatorio que con voto voluntario; pero si usted entiende por libertad a la libertad positiva, entonces el voto obligatorio la expande en la medida que nadie, o casi nadie, podría quedar al margen de las decisiones que afectan a todos. En otras palabras, el voto obligatorio es un sacrificio trivial, un retroceso apenas banal de la libertad negativa; pero es un poderoso estímulo para la libertad positiva, para que las personas se involucren en los problemas que plantea la vida en común.
Pero hay todavía otras razones en apoyo del voto obligatorio.
La evidencia indica que, en general, la propensión a participar voluntariamente de los procesos electorales es más intensa en los sectores de altos ingresos que en los sectores pobres (una hipótesis, dicho sea de paso, que la reciente segunda vuelta en la elección de gobernadores acaba de confirmar). De esta manera el voto voluntario tiene, por decirlo así, un sesgo de clase de amplio alcance en el sistema político. Si las fuerzas políticas conocen ese sesgo inclinarán sus programas y sus reformas en la dirección de los intereses de los sectores que tienen más propensión a votar. Por supuesto como no hay vínculo estrecho entre la preferencia política y la posición de clase (como parece estar ocurriendo en Chile) lo anterior no significa que los programas que favorecen a los de más altos ingresos vayan a triunfar siempre; pero inevitablemente ocurrirá que la mirada acerca de los problemas comunes se estrechará para alinearse con los sectores más dispuestos a la participación electoral.
Una sociedad democrática es una comunidad que se autogobierna mediante la formación de una voluntad colectiva a través del voto. Cuando una persona vota, cuando participa del proceso electoral, está tomando siquiera en parte las riendas de aquello que le afectará. Estará siendo en ese sentido más libre.
Aunque la irónica paradoja de esto es una que ya insinuó Rousseau, uno de los campeones de la democracia: a veces ella necesita forzar a los ciudadanos a ser libres.
Carlos Peña