Hace algunos días se recordó a nivel nacional e internacional el Día del Cuidador, que conmemora el trabajo que realizan millones de personas en todo el planeta que dedican gran parte de su tiempo, o hasta todo, en el cuidado de las personas que necesitan asistencia, ya sea por motivos de la edad avanzada, por alguna enfermedad, porque se encuentran postradas o con alguna situación de discapacidad.

Se trata de una labor invisible, pero tremendamente importante, especialmente en nuestro país, en donde esta tarea la terminan por realizar esposas, hijos, hijas, esposos, abuelos o parientes de quienes se encuentran con alguna necesidad especial. Este hecho habla de la necesidad de que Chile siga avanzando en una política de verdadero reconocimiento, que permita un apoyo práctico y concreto para quienes tienen que, muchas veces postergar sus propias vidas, metas u oportunidades, para poder ir en apoyo de quienes los necesitan.

Hay ocasiones en que esta tarea se sustenta en el amor y el compromiso que las personas pueden tener con aquellos que necesitan de los cuidados. Pero aquello no descarta el que también exista un sentido de postergación para poder cumplir con tareas muchas veces complicadas y que hasta pueden demandar de un apoyo profesional.

En países desarrollados la labor de cuidadores puede llegar a ser remunerada y se reconoce como un trabajo, a la altura de los desafíos que esto significa.

El director Nacional de Senadis, Francisco Subercaseux, dijo que "en nuestro país hay 1 millón 120 mil personas que requieren de un cuidador o cuidadora; por ello es tan importante, en este día relevar esa acción que hacen aquellos cuidadores y cuidadoras informales, aquellos que están invisibilizados y que son tan importantes para que Chile pueda avanzar".

La labor de los cuidadores informales en Chile está sustentada principalmente en un compromiso desinteresado de quienes la realizan.

Sin embargo, lo anterior no quiere decir que esta tarea quede siempre invisible y, sobre todo, sin el apoyo necesario en cuanto a herramientas y ayuda profesional.

"Hombres y mujeres se postergan a sí mismos y de manera desinteresada cuidan a quienes lo necesitan".

En la geografía barrial las figuras de las doñas se imponían. Mujeres de carácter, amables, generosas, estrictas, calladas unas, habladoras, otras, entre tantas características que las definían. Sus hogares no necesitaban placas de bronces como las de la calle Baquedano para indicar quiénes eran y menos que hacían.

Sus nombres y quehaceres opacaban al de su esposo. Se levantaban temprano, a eso de la hora del pan, y antes, escoba en mano, limpiaban la calle. Y en esa ceremonia se encontraban con otras vecinas y se ponían al día de lo que sucedía en el barrio y en la ciudad, que en ese entonces, era como lo mismo.

Nadie sabe cuando ese hábito pasó al olvido. Bastaba el grito de la doña para tomar el té y la pichanga llegaba a su fin. Era voz inconfundible y autoridad jamás puesta en duda.

A nuestras profesoras le decíamos doña, tal vez inspirados en el respeto que venía del barrio. Doña Ada, doña Anyelina, doña Adriana, doña Yolanda, doña Mavis, entre tantas otras.

Su autoridad era compartida con la de doña Eusebia, doña Blanca, doña Julia, "viejas" del barrio, enciclopedias de la vida cotidiana.

Te enseñaban con el silencio o con la mirada severa. O con otras "terapias" hoy en desuso. A veces lo de doña convivía con lo de vecina.

Pronunciar esa palabra, encerraba el respeto y la admiración.

Ya no quedan doñas. El tiempo, el implacable, diría Milanés, lo sepultó en el diccionario de la memoria.

Mujeres que tal vez nunca usaron cremas y que lavaban con escobilla en la batea de madera. Mujeres que no le bastaba con criar a su parentela, sino que además adoptaban al que lo necesitaba.

Mujeres tan bien retratadas en la canción "María Coraje" de Víctor Manuel.

Decir doña fue tal vez la tercera palabra que se aprendió a pronunciar.

En las redes sociales Doña Gaby nos recuerda a esas mujeres organizadas en las mutuales, clubes deportivos, bailes religiosos. Sin las doñas seríamos huérfanos.

"Bastaba el grito de la doña para tomar el té y la pichanga llegaba a su fin".

Bernardo Guerrero Jiménez, Sociólogo y académico Unap

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