¿Qué le pasó al conservadurismo?
Se acaba de aprobar el matrimonio igualitario. Se trata de un acontecimiento cuya significación es difícil de exagerar.
Hace apenas dos décadas atrás, o poco más, el matrimonio era indisoluble y los hijos eran legítimos o ilegítimos según hubieran sido concebidos dentro o fuera del matrimonio de los padres. Dos décadas atrás Chile era una de las sociedades que, a la luz de su derecho de familia, estaba impregnada de conservadurismo.
Pero de pronto -y en las horas finales de un gobierno de derecha- decide admitir el matrimonio igualitario y se transforma, desde el punto de vista legal, en una sociedad liberal, parecida a este respecto a los Países Bajos, a Bélgica o a Canadá.
¿Qué pudo ocurrir para que un cambio tan radical se produjera?
Lo que ha ocurrido es que la sociedad y la cultura que le subyace han cambiado. Y ello no ha sido producto de un asalto utópico, tampoco de una ofensiva ideológica a la Gramsci, menos de una conspiración masónica (todo esto suena risible, pero hasta hace poco este tipo de explicaciones se formulaban con aires de seriedad) sino de un proceso modernizador que, al cambiar las condiciones materiales de la existencia, remeció al mismo tiempo la cultura, expandió la autonomía personal y cambió la forma en que las personas concebían la vida afectiva y sexual. Hoy día las personas no se conciben a si mismas como llamadas a desenvolver un guion dictado por la naturaleza, o revelado por la autoridad religiosa, sino que se experimentan como agentes de su propia existencia y reconocen en los demás la misma característica. Y de ahí entonces que hoy se asista a la aprobación de esta ley casi sin sorpresas, como algo natural, algo que simplemente recoge o reconoce una normatividad que estaba latente en las diversas formas de vida que hoy existen en la sociedad chilena.
Hay pocas cosas más vinculadas a la propia identidad, a la idea que cada uno tiene de si mismo y la forma en que ve a los demás, que la orientación sexual y afectiva. Por eso no reconocer la posibilidad que gays, lesbianas o transexuales pudieran contraer matrimonio entre sí, era una forma de mezquinarles, de negarles la dignidad que poseían en tanto ciudadanos. Después de todo el matrimonio civil no es más que un contrato por el que dos personas declaran ante los demás el compromiso de hacer una vida en común, una promesa de afectividad y de vida. Y siendo así no se observan razones fuertes para negar se le contrajera a quienes, debido a su orientación sexual o por la forma que han escogido vivir su sexualidad, están en minoría.
¿Debieran los católicos sentir esta ley como una afrenta a sus convicciones?
Por supuesto que no. El matrimonio concebido como sacramento y como una alianza entre un hombre y una mujer, seguirá plenamente vigente para quienes hayan abrazado la fe y se dispongan a vivir de acuerdo con ella. Cuán vigente siga esa forma de concebir la vida matrimonial dependerá de la capacidad que tengan quienes adhieran a ella para esparcirla en la esfera de la cultura.
En otras palabras, las minorías podrán recibir el mismo trato y consideración que todos desde el punto de vista público y aquellos cuyas convicciones se oponen a esta forma de matrimonio retendrán la posibilidad de persuadir con su ejemplo a los demás, sin que nadie pueda, en una esfera tan personal como el compromiso afectivo y sexual, recibir ventajas de parte de la ley o ampararse en el estado.
No deja, en fin, de ser irónico que, en estos vapuleados treinta años, que en boca de algunos candidatos presidenciales parecían no valer la pena, hayan dado lugar, sin embargo, a una expansión de la autonomía personal y a un reconocimiento de la diversidad que hace cosa de dos décadas era, simplemente, impensable.