Las tomas y la Corte
Entre las cosas más llamativas -y preocupantes- de estos días, se encuentra una reciente decisión de la Corte Suprema relativa a una toma de terrenos.
Una persona solicitó protección porque un terreno de su propiedad había sido ocupado por terceras personas. En otras palabras, una toma se extendía en medio de su propiedad.
Como la Constitución establece que cualquier persona puede recurrir a los tribunales solicitando se le ampare cuando se vea privado, perturbado o amenazado en el legítimo ejercicio de un derecho suyo -en este caso, el de propiedad- quien vio su terreno ocupado solicitó la protección ¿Cuál fue la decisión de la Corte Suprema? La Corte decidió que, si bien existía una toma ilegal, el propietario del terreno y las autoridades (que se encargó de enumerar) debían coordinarse para resolver el problema que aquejaba a los ocupantes. En su parte medular la Corte dijo: "Los propietarios de los terrenos involucrados, Carabineros de Chile, la Municipalidad de Viña del Mar, la Seremi de Salud, el Servicio de Vivienda y Urbanismo y el Ministerio de Desarrollo Social, deberán -dispuso- coordinarse a fin de que, de manera conjunta, se otorgue una solución global y efectiva a la situación de los recurridos".
Como se observa, la Corte en vez de ofrecer protección a los recurrentes -los propietarios del terreno- establecieron sobre ellos un gravamen: el de contribuir a resolver el problema que aquejaba a los ocupantes del terreno. A usted le ocupan un terreno suyo, recurre a la Corte en busca de protección y el resultado es que usted tiene el deber de coordinarse para resolver el problema de aquellos que infringieron lo que, hasta ese momento, era su derecho.
Por supuesto, juzgada desde el punto de vista moral la decisión de la Corte podría considerarse adecuada. Después de todo, los ocupantes del terreno son personas aquejadas por una grave carencia que debe ser, de algún modo, resuelta. La pregunta es más bien si son los jueces los llamados a resolver ese tipo de problemas y si es correcto echar sobre un particular (cuyo derecho ha sido amagado) el gravamen de contribuir a resolverlo.
Hay dos razones para considerar errado -y peligroso desde el punto de vista de la convivencia- ese fallo de la Corte.
La primera es que si bien en una sociedad democrática tenemos deberes recíprocos a fin de resolver los problemas de salud o vivienda que aquejan a los ciudadanos -miembros de la comunidad a la que pertenecemos-, esos deberes se cumplen contribuyendo a financiar las rentas generales de la nación mediante los impuestos. Esa es una forma eficiente e igualitaria de distribuir las cargas de justicia que pesan sobre cualquier comunidad respecto de sus miembros más indefensos. La decisión de la Corte tiene el defecto que hace recaer ese costo no sobre todos, sino mediante una persona particular que es -paradójicamente- aquel cuyo derecho fue lesionado.
La segunda razón es que los jueces en un estado de derecho no están llamados a resolver acerca de lo que, en su opinión, es la solución más adecuada a algún ideal de justicia material, sino que su deber es resolver de acuerdo a las reglas que los ciudadanos o sus representantes han convenido en el proceso político. Max Weber (quizá el sociólogo más brillante del que tengamos noticia) recordaba que la idea de un juez que falla no en base a reglas sino en base a su sentido de justicia, es el Cadí, el juez turco que decidía en base a lo que su conciencia le dictaba. Pero ocurre, decía Weber, que en la sociedad moderna hemos reemplazado al Cadí, por las reglas. Esta es la única manera que la vida social sea predecible, el esfuerzo personal sea protegido y las vías de hecho no tengan la última palabra.
La decisión de la Corte, desgraciadamente, hace la vida menos predecible, convierte el esfuerzo personal en algo que no asegura el bienestar propio y transforma las vías de hecho -la toma en este caso- en un camino legítimo.
Basta pensar qué ocurriría en la vida social -es seguro que nada bueno- si una decisión como esa se generaliza.
Carlos Peña