¿Una sociedad en deuda?
El día de los pueblos originarios -fue el martes- plantea importantes problemas que están en el centro del debate público. Y por eso vale la pena repasarlos siquiera brevemente.
Ante todo, ese día recuerda que las sociedades humanas, la mayoría de ellas, son una amalgama de culturas. No hay ninguna de ellas, no desde luego la chilena, que se haya erigido prístina e incólume sobre una sola forma de estar en el mundo. Todas ellas surgen de una amalgama de modos de estar en el mundo y de sentir. Todas las sociedades humanas albergan en su seno muchos pueblos. Basta reparar en las convicciones religiosas -la dominante habría nacido en Egipto, con Moisés- para caer en la cuenta de que la idea de una cultura o un pueblo únicos, asentados sobre un territorio, es absurda.
La pregunta entonces que cabe plantear no es si la sociedad de que se trata -en nuestro caso la chilena- está constituida por uno o varios pueblos, una o varias culturas, sino que la pregunta de veras relevante es si acaso esas varias culturas acabaron o no conformando un solo pueblo, una unidad en la que todos se reconocen.
En el caso de Chile, la convicción predominante, y que se comenzó a conformar hacia fines del siglo diecinueve, en la historiografía, fue que Chile era una realidad nueva surgida de la mezcla o la amalgama de muchas culturas. Esa imagen de la sociedad chilena como una realidad cultural que subsumía, hasta incorporarlas en una nueva identidad, a otras sociedades hasta conformar una realidad homogénea -la nación chilena, que habría sido una excepción cuando se la comparaba con otras sociedades de la región- fue dominante durante el siglo XX y se esparció gracias al sistema educacional y la labor de la Iglesia. Esa fue la auto imagen de la sociedad chilena tanto para la izquierda como para la derecha. Para una y otra los pueblos originarios no existían como tales, eran parte del proletariado o el campesinado, pensó la izquierda, o estaban incorporados a la hacienda, subsumidos en la figura del huaso o el inquilino, para la derecha.
Esa imagen, esa auto comprensión de la sociedad chilena, ha cambiado hoy día muy radicalmente.
Y ese es quizá uno de los fenómenos claves del Chile contemporáneo.
Hoy día Chile no parece reconocerse en esa imagen o, si se prefiere, esa imagen de una sociedad homogénea unida por la memoria es un espejo trizado en el que se reconocen apenas retazos de lo que somos; pero no la imagen completa.
La declaración de que Chile es una sociedad plurinacional que se contiene en el proyecto de carta constitucional que será sometido a plebiscito, es el fruto de ese cambio en la forma de comprenderse la sociedad chilena a si misma.
No cabe discutir ese cambio en la auto comprensión; pero sí es necesario revisar críticamente las consecuencias que se pretende obtener de ella.
Porque una cosa es reconocer la existencia de otras culturas y otra cosa pretender que las generaciones actuales son, sin más deudoras y esos pueblos acreedores, como sugirió sin mayor reflexión el presidente Gabriel Boric en su declaración de ayer. Concebir a una sociedad, en este caso la chilena, bajo la forma de una relación obligacional en que una parte es acreedora y la otra deudora, concebirla, en suma, como atravesada por una deuda insoluta, puede ser un severo error desde el punto de vista político e histórico. Y ello porque una sociedad política, o una comunidad política, exige una relación entre iguales, algo que se socava cuando se instituye a una parte de la sociedad como acreedora de la otra.
Nada de lo anterior se opone, desde luego, a la cuestión de cómo organizar la sociedad de manera justa. Pero esto es distinto a pensarla en términos de deuda. Al pensarla ante todo en términos de deuda se incurre en una petición de principio puesto que se da por resuelto el problema de qué se debe y quién debe a quién.
Por eso en el caso del debate en Chile quizá sería útil evitar el uso de la relación obligacional y de la culpa para tratar la cuestión de los pueblos originarios y recuperar una pregunta política que nos atinge a todos: ¿qué es lo justo a la hora de organizar la vida en común?