Razones de la baja presidencial
¿A qué se deberá que la aprobación del presidente Boric vaya a la baja, según lo acaba de poner de manifiesto la última encuesta Cadem? Esa disminución, en números que ya eran malos, merece algún análisis porque el presidente es un político con carisma, con cercanía, atributos que, en otros momentos, es cosa de recordar a Bachelet, eran más que suficientes para concitar el apoyo o al menos para evitar una baja que amenaza ser estrepitosa.
Pero ahora parece que eso no basta.
¿Qué puede ocurrir entonces?
La respuesta se encuentra en alguna de las varias dimensiones -se pueden mencionar al menos tres- que constituyen a esta actividad humana que se llama política.
La política es, por una parte, una forma de ejercer el poder. Y cuando se alcanza la cúspide, que no es otra cosa que el control del aparato estatal, ella supone saber usar del medio específico del estado -la fuerza- para impedir que esta última se enseñoree en las relaciones entre los particulares. Junto con ello, y a veces al mismo tiempo, la política es una forma de proveer beneficios. La gente que es gobernada espera que quien gobierna provea bienes que de otra manera no podrían alcanzar. Esto, por supuesto, nunca se espera que sea logrado de inmediato, pero al menos ha de haber planes y proyectos que permitan avizorar que en algún momento se logrará. Planes y programas que hagan plausibles las promesas, las frases. Y, en fin, la política es una actividad de reconocimiento. La gente espera del político que reconozca las diversas trayectorias vitales. Es esta la más vieja pulsión de los seres humanos: que el valor que cada uno atribuye a su trayectoria, sea reconocido por los demás.
Pues bien, ocurre que en ninguna de esas dimensiones el gobierno del presidente Boric lo está haciendo muy bien. Hay matices, desde luego; pero el desempeño hasta ahora no resulta auspicioso.
Desde luego, en el plano de la seguridad, o, dicho de otro modo, en lo que concierne a manejar y preservar el monopolio de la fuerza en manos del estado, no cabe ninguna duda que el gobierno es moroso y lento, y lo que es peor: algunos de quienes hoy gobiernan fueron alguna vez complacientes con quienes disputan la fuerza al estado o comprensivos, con variados argumentos sociológicos o morales, con aquellos que delinquen. Incluso hoy día esa complacencia conceptual con la violencia (étnica y delictual, por llamarla así) se mantiene y ello impide que sus esfuerzos en esta materia sean creíbles para la ciudadanía.
En el plano de la provisión de bienes la situación tampoco es muy distinta. Hay frases y declaraciones más o menos genéricas propias del debate parlamentario; pero, salvo la reforma tributaria que para la mayor parte de la gente es incomprensible, no hay proyectos de ley o de políticas públicas que sean tangibles para la ciudadanía. La gente no espera frases ni condenas, espera acciones y programas precisos.
Y, en fin, se encuentra la cuestión del reconocimiento. Este plano es quizá el mayor causante de las dificultades que experimenta la aprobación presidencial. Brindar reconocimiento exige conferir validez a las trayectorias vitales de la gente; pero el gobierno, y el presidente insisten en presentar a las grandes mayorías como abusadas, timadas, defraudadas por las élites en los últimos treinta años (el revés de eso es presentarse ellos mismos como sus redentores). Es muy difícil que la ciudadanía juzgue bien a quien deroga el valor de un tiempo en el que la mayoría abandonó un pasado proletario y se incorporó a la adquisición de bienes y la expansión del consumo. Las mayorías se sienten orgullosas de esa experiencia. No se sienten víctimas.
El presidente puede criticar una modernización incompleta, pero sin lesionar el valor que las personas asignan a su trayectoria vital durante los años en que ella se desplegó. Quizá aquí está la clave para ganarse de vuelta el apoyo de la ciudadanía.