Es un secreto a voces. En el mundo de la política no parece haber otro personaje o personero que despierte la mala voluntad o el rechazo de manera más intensa y casi con su sola presencia, que el ministro Giorgio Jackson. Lo que ha ocurrido en semanas recientes -una suma de tropiezos y denuncias en la cartera que dirige- lo prueba: parece haber alegrado, sin que claro está lo confiesen, a casi todos.
La pregunta que entonces brota es ¿por qué?
Por supuesto la razón no son sus ideas políticas que, en ocasiones, aparecen como moderadas; tampoco es su formación la que, apreciada comparativamente, es mejor que buena parte de los políticos profesionales; menos su carrera que, en términos generales, es similar o casi igual, a la del presidente Gabriel Boric o la ministra Vallejo quienes reciben críticas políticas a granel; pero no ese desfavor permanente que recibe, frecuentemente a sus espaldas, Jackson.
La razón no puede ser otra que su personalidad pública, la que muestra en sus apariciones y en sus interacciones con los demás.
Y ello ha dado origen a una acusación constitucional a todas luces infundada cuando se la juzga (como debe ser) desde el punto de vista jurídico. Pero si no hay razones jurídicas flagrantes ¿cuál es la razón de que se le acuse?
Son razones humanas -es otra forma de decir miserias de lado y lado- que en política, como en todas las esferas de la vida abundan.
Desde la postura corporal -erguida, como esforzándose siempre por estar más alto que el interlocutor para así mirarlo hacia abajo- a su manera de exponer o de opinar que no parece dispuesta a consentir ni dudas, ni grietas, pasando por la superioridad moral que, según propia confesión, cree poseer, le han granjeado poco a poco la mala fama y la mala voluntad de sus interlocutores quienes deben sentir, cuando hablan con él, que les trata como estúpidos o como torpes cuando discuten algo porque Jackson, demasiado confiado en su formación ingenieril, parece creer que comprende todos los problemas y avizora sin la más mínima duda todas las soluciones. Al revés del presidente Gabriel Boric que es capaz de retroceder y reconocer errores (sí, es verdad: a veces también exagera en ese gesto) Jackson no parece dispuesto a reconocer ninguno, lo que, sumado a su falta de carisma, un rasgo que él parece dispuesto a cultivar, es lo que debe alimentar la ojeriza que la mayoría parece haber estado cultivando respecto de él. Y a ello ha de sumarse, claro está, que sus colegas de la clase política no olvidan que saltó a la fama y al Congreso gracias a la omisión de la maltratada Concertación que de esa forma quiso cooptarlo para descubrir muy pronto que él no comprendió el gesto e interpretó la generosidad de la entonces centroizquierda, como un reconocimiento a su talento.
Se ha dicho muchas veces, y vale la pena repetirlo: en el trasfondo del Chile contemporáneo hay una cuestión generacional. Todas las generaciones, entre ellas aquella a la que pertenece el ministro Jackson, comienzan mirando por encima del hombro a las que les antecedieron; pero poco a poco comprenden que ese desplante carece de sentido, al menos de sentido político, y por eso los miembros de las nuevas generaciones a quienes espera el éxito y el reconocimiento, suelen corregirse, conscientes de que en política no se llega tan lejos como el talento que se cree tener, sino hasta donde lo permiten las propias limitaciones que, por desgracia, saltan a los ojos de los demás.
Y quizá este incidente ayude al ministro Jackson a corregirse y a recordar que el Congreso y la clase política son humanos, demasiado humanos.