El futuro se puso difícil
Desde el siglo XVIII en adelante la humanidad mantuvo una visión progresista de la historia: creyó que el futuro iba a ser necesariamente mejor que el pasado; que íbamos a ser más cultos, más libres y tener menos problemas que nuestros antepasados. Con todo, el siglo XX se encargó de dar algunas poderosas señales que nos indicaron que las cosas no eran tan simples. La más fuerte fue la sorprendente llegada de la Primera Guerra Mundial, precisamente en una época de gran esplendor cultural, seguida de su continuación, la Segunda Gran Guerra. La civilizada Europa se sumergió en una barbarie que costó la vida de muchísimos millones de personas.
Sin embargo, a pesar de esos remezones, el común de los mortales siguió convencido de que su existencia iba a ser mejor que aquella que habían llevado sus padres. Esto sucedió en casi todo el mundo, pero de modo muy singular en Chile. De manera especialmente clara, esta confianza en el futuro era perceptible entre nosotros hasta, por poner una fecha, el año 2014. En efecto, con la Concertación y el primer gobierno de Piñera el país creció de un modo que sorprendía a los observadores extranjeros: había trabajo y millones de chilenos salieron de la pobreza en un plazo relativamente corto de tiempo. Nuestra esperanza de vida superó, por ejemplo, al promedio de los Estados Unidos; el peso era una moneda respetada y el país vivía en paz.
Algo semejante habría sido inconcebible cincuenta años atrás. Yo mismo me acuerdo del Chile de fines de los sesenta y de la década de los setenta, cuando era habitual ver a niños sin zapatos y con las ropas andrajosas. La desnutrición era un flagelo que parecía muy difícil de vencer: ahora nuestro problema es la obesidad.
A pesar de eso, tú miras el futuro con inquietud. Si estás mínimamente informado, sabrás que los próximos años serán difíciles para la economía nacional y -por supuesto- también para ti.
En el ámbito internacional, las cosas están más que complicadas. Esta semana el presidente ucraniano Volodimir Zelenski nos ha alertado acerca de cómo "la tiranía avanza a paso más rápido que la democracia". Es verdad que se trata de alguien que está angustiado ante la persistente agresión rusa, que va a cumplir un año; pero también en Latinoamérica hay señales preocupantes. No me refiero sólo a las tiranías como las que existen en Nicaragua, Cuba o Venezuela, donde ser opositor constituye un riesgo para la vida, sino también a la inestabilidad de nuestros vecinos. En Argentina, Perú o Bolivia resulta difícil saber lo que pasará mañana.
El futuro se nos ha puesto mucho más difícil que antes. No estábamos acostumbrados a que el porvenir se nos mostrara caprichoso e incluso amenazante.
¿Podemos sacar algo bueno en este panorama desalentador? Pienso que mucho. De partida, nosotros, que hemos estado tan preocupados de los medios, incluso anestesiados por la obsesión de acumularlos hasta el infinito, ahora podemos plantearnos la cuestión de los fines, de las razones para vivir.
Vienen tiempos difíciles, pero ellos representan una oportunidad para ser más solidarios. En una época marcada por un individualismo enfermizo, podremos darnos cuenta de que para salir adelante necesitamos a los otros y ellos nos necesitan.
Casualmente, cuando me disponía a terminar esta columna, la vista se me fue hacia el diario que estaba sobre mi mesa. Me distraje con una entrevista a una antropóloga española que visitó nuestro país. Allí explica, por ejemplo, la importancia de las abuelas para la sobrevivencia de la especie humana. En las sociedades cazadoras-recolectoras contar o no con ellas significaba "hasta un 40% de supervivencia de los nietos". Para esta estudiosa, la empatía, la preocupación por el enfermo, por el más débil, ha sido una clave decisiva para la subsistencia de la especie.
Ella habla de cosas que sucedieron hace muchos miles de años. Yo pienso que en tiempos como los nuestros han adquirido una notable actualidad.