Mirada constitucional
Héctor Llaitul
La condena a Héctor Llaitul -el tribunal le condenó a 23 años de cárcel- permite, de alguna forma, recuperar la maltrecha dignidad del estado frente a quienes, con los más diversos pretextos, declararon combatirlo.
A comienzos del gobierno la entonces ministra del interior, responsable del orden público, se hacía solidaria de las reivindicaciones del wallmapu y pretendía visitarlo como una de sus primeras acciones de gobierno, pensando, seguramente, que sería bien recibida ¿acaso no era ella y el gobierno del que formaba parte -debió entonces pensar- una aliada de la causa indigenista? Y no obstante que fue recibida a balazos, no mucho tiempo después, otra ministra del gobierno, Jeanette Vega, se esforzaba por comunicarse telefónicamente con Llaitul como si él fuera un interlocutor razonable del estado, alguien que participaba de las rutinas de la democracia, y ello no obstante que en ese momento, tocado con un pañuelo y empuñando un arma, Llaitul había llamado a "organizar la resistencia armada" frente al estado de excepción que por esos días (esos días de dudas a estas alturas incomprensibles) el presidente cavilaba si decretar o no. Esos incidentes, algo incómodos de recordar, muestran de manera flagrante cuánta tolerancia objetiva lindante con la connivencia (un resultado de prejuicios ideológicos, temor o simple tontería) hubo entre quienes tenían bajo su responsabilidad el monopolio de la fuerza estatal y aquellos otros que con múltiples pretextos pretendían disputarla.
La puesta en la cárcel de Llaitul (no por sus ideas, sino por los medios que decidió utilizar para promoverlas) repara siquiera en parte la humillación y el ridículo en que las autoridades a cargo del estado incurrieron tantas veces en su relación con esos grupos en los que se mezcla promiscuamente el reclamo ideológico y el delito y que pretenden transformar el robo, la violencia y la amenaza en acciones que, a pretexto de la motivación política, reclaman o pretenden estar justificadas.
Por supuesto la pena impuesta a Llaitul no pondrá fin al problema y es probable que, como ha ocurrido otras veces y la experiencia comparada lo pone de manifiesto, de lugar a acciones de protesta o a actos de represalia de parte de quienes integran los grupos que Llaitul lideraba o de sus afines. Suele ocurrir con estos grupos que el castigo penal no los hace escarmentar, sino que, en vez de eso, les confirma sus prejuicios contra el estado y la democracia y de esa manera al comienzo parece energizarlos (¿vieron? Pensarán ¿acaso no hemos dicho siempre que el estado de Chile es opresor?). Por ello el desafío que ahora experimenta el estado es aún mayor puesto que debe ser capaz de reprimir a esos grupos sin dudarlo hasta que la utilidad que obtienen con la amenaza, el robo o el incendio, comience a decrecer y les aconseje abandonar la violencia.
En otras palabras, la condena de Llaitul marca el abandono de la ingenuidad del estado en esta materia, puesto que esa sentencia acredita que las acciones que él alentaba y emprendía no pueden estimarse compatibles con el derecho vigente ni con la democracia. Y establecen el principio (que se acostumbró a olvidar) que todos quienes imiten a Llaitul y crean que es correcto disputar el monopolio de la fuerza estatal al interior de la democracia, deben correr la misma suerte.
Max Weber, en una de sus famosas conferencias, observó que quien se dedicaba a la política aspiraba a tomar la fuerza del estado en sus manos y que, por eso, debía estar dispuesto a pactar con el diablo. Con ello Weber quería decir que no se puede tener la conducción del estado y al mismo tiempo evitar ejercer la fuerza que sus órganos monopolizan. Quien no comprende esto, concluyó, es un niño políticamente hablando.
Por eso es de esperar que esta condena de Llaitul deje definitivamente atrás esos días en que se le telefoneaba a él, o a quienes se le parecen, confiando en persuadirlos, y sea en cambio el inicio del definitivo adiós a la infancia.
Carlos Peña