Crisis de autoridad
Suele oírse de parte de las autoridades, cada vez que hay delitos de alta connotación, el anuncio de que se interpondrán querellas contra todos quienes resulten responsables. Pero luego de eso nada ocurre, nada pronto al menos, hasta el siguiente delito y la reiteración de la frase.
Hoy esa conducta ha retornado; pero en una versión más elaborada. Ya no se trata de interponer querellas sino de presentar proyectos de ley como si ellos, de ser aprobados, incrementaran la seguridad.
Se le podría llamar el fetichismo de la ley.
Por supuesto es necesario dictar leyes y está muy bien que se proceda a ello; pero está el peligro de que el anuncio de proyectos de ley adquiera una función sustitutiva de otras responsabilidades, distintas a la de los legisladores, o encubra factores de más largo plazo, cuestiones subyacentes al debate legal, que si no se atienden seguirán alimentando lo que hoy ocurre.
¿Cuáles serían esos factores? ¿Cuáles esas otras responsabilidades?
Ante todo, hay una cuestión de anomia. Es cosa de mirar lo que ocurre en las calles, en los liceos, en las escuelas. En el Chile de hoy día hay una fuerte desprestigio de las normas. Las sociedades no se sostienen en la fuerza, sino en un entramado invisible de costumbres y de reglas de conducta. Ese entramado es una especie de consenso mudo, silencioso. Y lo que ha ocurrido en Chile es que ese consenso se rompió o se debilitó. Fue sustituido por una moralización de la vida social. De pronto el anhelo de justicia comenzó a justificar el abandono de las reglas. El ejemplo más obvio de eso fue el salto de los torniquetes: si el precio se considera injusto ¿por qué entonces pagarlo? El delito se potencia, se fortalece con el desprestigio de las reglas. Hay que repetirlo una y mil veces: las virtudes grandes se aprenden y sostienen en el ejercicio de las pequeñas.
Hay también, y esto es otra dimensión de lo anterior, un deterioro de la autoridad, cualquiera ella sea, profesor, policía, ministro, presidente. Hay autoridad allí donde existe obediencia sin coacción ni persuasión. Esto ha desaparecido en amplios espacios de la sociedad chilena. Hoy o se coacciona o se convence; pero nadie o casi nadie obedece espontáneamente. Y aunque suene extraño, sin obediencia espontánea no hay autoridad. Un padre (valga el ejemplo) no es tal si para conducir a sus hijos pequeños debe siempre o castigarlos o convencerlos. Pero así ocurre hoy. La gente espera ser obligada por la fuerza a cumplir o persuadida de hacerlo, pero nadie está dispuesto a ello naturalmente.
Se suma a lo anterior una cierta desconexión entre legitimidad y eficacia en la persecución del delito. Cunde la idea que habrá más eficacia si se aflojan las reglas que hacen legítima la persecución. Se trata de un error. El rasgo básico del estado de derecho es que para desatar la coacción estatal hay que cumplir reglas. De otra manera el estado es victimario y el delincuente víctima. Esa desconexión que, como producto de la desesperación que se vive en muchos sectores, se está produciendo, es extremadamente peligrosa.
Y está en fin la inmigración. Los fenómenos migratorios son en el largo plazo beneficiosos; pero al regularlos hay que tener en cuenta que ellos también significan una migración de la cultura en todos los aspectos de la vida, incluida la cultura criminal o los diversos niveles de cultura cívica.
En cada uno de esos ámbitos se experimentan problemas: en lo que respecta a las reglas, hay anomia; no hay la obediencia espontánea sobre que descansa la autoridad; falta eficacia en la persecución del crimen y ello aconseja la solución fácil de disminuir los estándares ; y no hay control razonable de la migración. Nada de eso se curará con proyectos de ley.
¿Significa lo anterior que hay que abstenerse de dictar nuevas reglas?
Por supuesto que no; pero lo anterior enseña que este no es un problema solo de políticos o gobernantes. Hay otros factores que son resultado de procesos más amplios que involucran a la estructura familiar, las instituciones educativas, los medios de comunicación. Todos esos factores (todo hay que decirlo) tienen algo en común que en las últimas décadas se había olvidado: que no basta estimular la autonomía individual para que la sociedad sea mejor o haya más libertad. La sociedad funciona cuando los individuos tienen alguna razón para sublimar y contener lo que, de otra forma, es simplemente un yo soberano que se pretende la única medida de sí mismo.
Y la suma de ellos -se sabe desde siempre- no hace una sociedad.
Carlos Peña