El crimen como identidad
"El crimen jamás te olvidará", así rezaba un cartel en los funerales de El Mota, un delincuente muerto en Italia cuyos restos fueron traslados a su sepultura en Chile. El funeral, en medio del cual el letrero se emplazó, era, al mismo tiempo transmitido en directo por un canal de televisión cuyos periodistas y conductores comentaban los detalles del sepelio con el mismo o parecido entusiasmo con que relatan los detalles y pormenores de un espectáculo artístico o un evento de la farándula.
El letrero que presidió ese funeral es un signo de algo particularmente grave: el crimen, es decir, la práctica de infringir la ley penal atentando con violencia contra bienes ajenos, sea la propiedad, la integridad o la vida, se instituye mediante ese letrero como una identidad, un ámbito de costumbres y formas de vida que configura la individualidad de sus partícipes y que estos, además, esgrimen con orgullo y sin pudor, como quien exhibe su nacionalidad, su etnia o su género. Ser criminal, a la luz de ese letrero y en el ánimo de quienes lo enarbolaron, no es motivo para ocultarse, algo vergonzante que se escamotea a la vista de los otros, algo ignominioso o siquiera bochornoso, sino, por el contrario, algo de lo que enorgullecerse, algo que se puede esgrimir frente a los demás al tiempo de reclamar una posición y un lugar en este mundo.
En una palabra, en ese funeral se asomó una inédita -y peligrosa- extensión de la política de la identidad.
Hasta ahora la política de la identidad identificaba múltiples fuentes -todas legítimas, desde la etnia a la orientación sexual - y entre ellas no se encontraba el delinquir. Pero ahora el delinquir confiere identidad, un lugar que aspira al reconocimiento en la vida social. Se sabía que existían culturas criminales; pero ellas se mantenían en sordina, en secreto, y por pragmatismo o lo que fuera, sus integrantes practicaban un cierto pudor que las llevaba a ocultarse, a negar su condición; pero ahora, a juzgar por ese letrero, y por el alarde de fuegos artificiales que se lanzan, armas que se exhiben y letreros que se enarbolan en los narco funerales, pasó la hora recoleta del ocultamiento y se configura poco a poco el crimen como una forma de vida que no rehúsa mostrarse como tal, que reclama el reconocimiento y que incluso despide, con inocultable orgullo, a sus partícipes.
Es difícil exagerar la gravedad de ese fenómeno que erige a la ilicitud, al comportamiento en contra de la ley penal, en una fuente de identidad que se reivindica y se exhibe. En una de sus páginas sobre moral Kant se pregunta si tener conciencia de la ley moral evita el mal comportamiento. Y luego de meditarlo sugiere que no, que la gente se comportará igual de mal cuando tiene conciencia de la ley moral que cuando la ignora. Pero -se apresura agregar- el mundo es mejor cuando quien obra mal sabe que infringe su deber moral, que cuando quien obra mal cree que hace bien.
Y ese es el problema que estamos experimentando en el Chile contemporáneo: quien delinque pretende obrar bien, de una manera equivalente a cualquier otra forma de vida al extremo que lo proclama en un letrero, en una pancarta. Faltará poco -es de esperar que no- para que una pancarta semejante se sume a otras demandas de reconocimiento en un estadio o en una manifestación pública.
Y si se suma a ello que los canales de televisión impulsados a medias por la tontería que a veces los inunda y el anhelo de rating, no se les ocurre nada mejor que transmitir, como si se tratara de un evento, un partido de fútbol o un certamen cívico, el funeral de esa persona cuyos deudos lo despiden en nombre del crimen, reivindicando para él y para sí mismos la condición identitaria, según sabemos ahora, de delincuentes, entonces no cabe duda que el problema ya no solo aqueja a quienes, a falta de algo mejor, refugian su identidad en el crimen, sino también a aquellos que a cambio del rating muestran sus ritos identitarios a pretexto de denunciarlos o criticarlos en la televisión. Porque ¿no se comprende acaso que entre ese letrero y estas transmisiones lo que se hace es legitimar a los ojos de sus partícipes el crimen, transformarlo en un quehacer más, con el mismo derecho a existir de cualquiera otros quehaceres y formas de vida afortunadamente menos ruidosos, amenazantes y dañinos?
Carlos Peña