Después de haber sido espectadora y participante de múltiples noticias y seminarios en la web y medios de comunicación quisiera compartir estas reflexiones de pandemia.
Recuerdo que años atrás soñábamos con un mundo futurista en donde pudiésemos contactarnos con otros a distancia mediante sofisticados sistemas tecnológicos de comunicación con figuras holográficas del otro. Pensábamos y nos deleitábamos con el aroma a modernidad, imaginando lo fantástico que esto sería. Más allá de esa fantasía, y no exclusivamente por el uso de la tecnología ni por esta pandemia, hace tiempo ya que los vínculos humanos se han ido debilitando entre las personas.
Desde los valores imperantes en nuestro modelo de sociedad, se han privilegiado las relaciones de tipo gananciales, el logro individual y la competencia. Dentro de esa lógica se ha ido dando una suerte de ir incorporando el mayor uso de tecnología para supuestamente comunicarnos, llegando al extremo de enviarnos mensajes por teléfonos inteligentes compartiendo el mismo espacio físico.
Nos parecía que no era necesario hablar cara a cara, vernos, tocarnos. Por eso idealizábamos las comunicaciones cada vez más futuristas a través de dispositivos tecnológicos ultramodernos, en que necesitábamos solo ser y no estar.
La pandemia, sin aviso nos puso en ese escenario de manera extrema, evidenciándonos la necesidad de los vínculos y la presencialidad para nuestra salud mental y supervivencia. Nos mostró de golpe las debilidades de nuestro exiguo y desarticulado tejido social, de la pobreza dura, pero también la de los vínculos en que estamos habitando. De pronto despertamos y nos dimos cuenta, nadie sabe lo que pierde hasta que lo tiene, dice la canción. Nos dio hambre de juntarnos, de abrazarnos, de mirarnos a los ojos de frente sin pantallas que intermedien, de besarnos, de acunarnos grandes, viejos y niños. De reírnos juntos y escuchar esas carcajadas en directo. Pero el hambre de vínculos fue más allá y nos dimos cuenta de nuestra necesidad de estar, de habitar nuestros espacios, escuchar nuestros sonidos y pertenencias, de oler nuestra tierra, de hacer barrio, de estar con otros en lo construido y deconstruido. Se levantaron voces conjuntas para hacer evidente lo invisible, la discriminación racial, de género y otras, los efectos de la pobreza, los intereses mezquinos de algunos gobernantes.
Nos dimos cuenta de lo que este sistema modelado desde la ganancia, la apropiación y la depredación del contexto y de otros nos había quitado. Fracturó nuestros vínculos, fracturó nuestras identidades y pertenencias, también nuestra forma de ver al otro y vernos en ellos. Nos alejó de nuestros cuerpos y sentires diciendo que no importaba, que lo importante era tener, no ser ni estar.
Los vínculos, entendidos en el contexto de ser con otros, estar en un espacio habitando con otros físicamente, definitivamente son imprescindibles para nuestra humanidad. Múltiples teóricos desde el Trabajo Social y otras disciplinas de las Ciencias Sociales lo han afirmado, entre ellos destaco a Richmond (1917), cuando afirmaba que el ser humano se debe comprender en su contexto, entendiendo por ellos los vínculos con sus cercanos y el contexto social. Más tarde Vygotsky (1925) plantea la relevancia del contexto sociocultural en el proceso de aprendizaje de los niños. Bowlby y Ainsworth (1937) desde esa fecha en adelante se refieren al impacto de la calidad vincular de cuidadores a niños (as) en su desarrollo y en la formación de vínculos en la adultez.
Podría seguir nombrando un sinnúmero de estudios con evidencias que no hacen más que confirmar la importancia de los vínculos con los demás y con nuestro entorno para la supervivencia humana.
Pareciera ser que el eslogan de que de esta salimos juntos, o de que nos necesitamos, finalmente no es un slogan, sino una realidad. Debemos buscar espacios que permitan reconstruir el tejido social y el entorno devastado, cambiar la lógica del modelo, para ser y estar nuevamente en modo humano.
Andrea Comelin Fornés
Trabajadora Social